En el primer escenario se ilustra las evidentes diferencias con las que llegan los alumnos a la escuela debido a la diversidad de ambientes disposicionales donde han sido criados e instruidos. Algunos provienen de ambientes pobres cultural y académicamente. Otros han tenido la fortuna de experimentar ambientes más ricos, quizá por padres profesionistas y/o por maestros bien formados. Pero para fortuna de los desfavorecidos, la “inteligencia” no es una entidad determinada a priori, sino conductas entrenables al alcance de una instrucción adecuada en relación a las situaciones sobre las que se desee mostrar tal desempeño. Este tipo de diferencias son bien normales entre los sujetos que todavía no son instruidos, sobre todo, en los primeros niveles educativos.
El segundo escenario es muy difícil -me atrevería a decir que imposible- de conseguir si se toma un marco de referencia amplio, como sería un nivel educativo, un año escolar, una asignatura o una carrera universitaria. En cambio, sería posible de lograrse cuando el marco de referencia es un episodio de instrucción breve o pequeño, por ejemplo, el manejo de una técnica o protocolo. En estos casos sí es posible que todos los alumnos sean capaces de “saber” lo mismo a partir de un mismo contenido.
El tercer escenario es el que considero más real, sobre todo para niveles educativos superiores. Y es que no todos los estudiantes estudian. Pueden disponer de los mismos materiales de estudio, pero estos no sirven de nada si no se estudian. Habrá quienes estudien para evitar una baja calificación y pasar al siguiente periodo. Creo que ellos suelen ser los que se quedan con lo que se les ofrece. Habrá quienes estudien más porque el efecto de emplear el contenido estudiado en una situación social relevante resulta gratificante. Pienso que estos serían los que estudien más allá de las aulas. Desde luego que también habrá aquel grupo de alumnos que no estudien. Podrá ser porque son torpes y ayudados en exceso por otros, por algún motivo orgánico, inaccesibilidad a la instrucción o porque lo gratificante se encuentra en aquello que no es ni evitar una baja calificación ni en el uso del contenido, o sea, en una incompatibilidad con estudiar.
El último escenario de esta sencilla ilustración muestra una catástrofe pedagógica de la que ya comenzamos a observar sus consecuencias. Actualmente en temas sociales y humanísticos ya no es necesario y tampoco una exigencia el estudiar mínimamente algo, mucho menos estudiar un contenido con respaldo científico. Actualmente en estos ámbitos es suficiente contar anécdotas, narrar historias personales y compartir impresiones subjetivas. El docente ya no ocupa enseñar y el alumno ya no requiere aprender. Al docente le es suficiente guiar la clase preguntando por la emocionalidad de los alumnos y a estos escupir recuerdos. El que estudia y el que no estudia son ahora valorados como si supieran igual, porque el principio que guía a esta nueva pedagogía es «Existen diferentes verdades construidas por el propio sujeto que son igualmente válidas».
Una forma de acabar con estos cuentistas es solicitarles después de cada una de sus verborreas «¿podrías por favor compartirme algunas referencias acerca de lo que comentas?». Casi nunca son capaces de ofrecer referencias. Suelen ocultarse detrás del “es mi punto de vista y tienes que respetar” o de alguna autoridad.
Y es que relativizar la validez del conocimiento de estas formas permite al sistema educativo y a sus instituciones, disminuir los niveles de deserción escolar. ¿Cómo alguien podría reprobar o dejar la escuela cuando lo mínimo que se pide es contar historias y todas ellas son merecedoras de desbordantes elogios? Al final ocurre que generamos idiotas que creen que son competentes, pero también ocurre que castigamos y desmotivamos a los estudiantes que sí estudian.
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